MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

miércoles, 16 de abril de 2014

LAS DIABLURAS DE LA MAMÁ

Se derrumba el hogar de los ancestros.

El pueblo de Copacabana para aquel entonces, eran extensiones de mangas, guayabales, arbustos de mata-ratón, elegantes sauces y árboles de búcaros por donde corrían estrepitosamente grandes iguanas, que le temían a las ‘pernicias’ de los muchachos. Detrás del hogar estaba el lugar que la buena mamá, había hecho su zona de descanso en las horas de la tarde, cuando la casa tapaba el poniente del sol y el refrescante viento se venía encajonado entre las dos cordilleras de norte a sur. No se separaban de ella, unas pocas gallinas que pastaban y comían grillos a su alrededor y menos podían faltar en aquel remanso de paz, Mirto, el perro y Pepe, el gato, aunque lo hacía con cautela por la presencia del can. Ella (la madre), con su vestido fresco en que abundaban las flores era la estampa diaria acompañada por el hijo menor, que ya había tomado el chocolate (que en Antioquia, se llama el ‘algo parviao’), después de salir de la escuela de don Jesús. En ese rincón amable, era el preferido para la matrona descargar evocaciones del pasado, de la niñez intrépida.
Contaba entre risas maliciosas: que alguna ocasión se entró a un solar vecino en que había una marranera y viendo un cochinito pequeño como ella, se le montó encima de un brinco, el animalito lleno de pánico empezó a correr y ella, a no dejarse tumbar agarrándose de las orejas. Dando tumbos como alma que lleva el diablo, la llevaba de aquí para allá; hasta que en su loca carrera y viendo quizás que era la única manera de librarse de la de la delicada carga, se pasó por debajo de un alambrado, quedando la intrigante criatura llena de rayones hechas por las púas que también rasgaron el vestido, quedando pegado el moño de la bata al estacón. Todos gritaban, la mató. Se sacudió la ropa y se puso a llorar.
Al oírla y ver el resplandor de los ojos, enmarcados de malicia, entendía que la progenitora, no fue una pera en dulce y lo lamentaba por la abuelita, que tuvo que soportarla.

Templo de Copacabana a ras de piso
Para la época de aquellas confesiones, fumaba sus cigarrillos Pielroja y, lo hacía con un gusto, que daban ganas de imitarla. Ya sé, de dónde viene éste malvado vicio. Echaba la bocanada de humo y prosiguió: a la escuela iban una o dos veces al año unas señoritas a vacunar. Le tenía pavor al verlas calentar en un estuche plateado las jeringas, sacar del frasquito el líquido con unas agujas grandotas que la llenaban de espanto. Todas las compañeritas iban pasando en fila india, hasta que le tocaba el turno. Ponía el brazo derecho, pero empuñando la mano con toda la fuerza de que era capaz y por ese motivo, reventó la aguja, quedando la mitad incrustada. Pequeña cirugía para extraerla, gritos, llantos y regaños de la directora de la escuela para la traviesa niña hija de los Vélez. Carcajadas del hijo y la madre, en aquel plácido rincón de los recuerdos en la antañona Copacabana.     


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