MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

miércoles, 27 de agosto de 2014

QUÉ VIVIDERO


Casa consistorial y parque de Copacabana

Siempre se nos reprocha a los que amamos el pasado. Puede que tengan razón. Pero el hoy, es descendencia del ayer, así a muchos no les guste y llamen con palabras peyorativas ese amor entrañable por el tiempo ido que se mantiene vivo en el corazón ¡Cavernícolas! Una de las expresiones en forma de diatriba que lanzan a los que relatan los acontecimientos del pretérito, al que disfruta en cronicar las experiencias antiguas o al que en sus rodillas, tiene al nieto sentado para contarle aquello que vivió en los días felices de juventud. Era que vivir sin apremios, lejos de esclavizantes ataduras tecnológicas, es digo de ser contado, a una generación subyugada y embelesada ante los mandatos del consumismo.
Corrían los años 45 del siglo pasado y en el campanario de la iglesia de Copacabana, se escuchaban las cinco campanadas que despertaban en su sonoridad a las familias del contorno; era decirles, que había comenzado un nuevo día. Madre e hijos pequeños, se aprestaban para desfilar bajo la luz tenue de los faroles que engalanaban el atrio, para llenar el templo parroquial. Llegaban sobriamente vestidos para orar encomendando la tranquilidad del hogar y la ventura conviviera con ellos. Desde las montañas el cielo comenzaba a clarear y se sentía el agradable olor a chocolate. Miles de aves, dejaban escuchar los trinos y un sol sin impurezas se asomaba detrás de la imponente cordillera, contagiando de calor la humanidad de los obreros, que cruzaban raudos por el parque principal a iniciar labores. Se escuchaba el crujir de los goznes de las imponentes puertas de los negocios al abrirlas, para recibir la clientela; era cuando don Pompilio en su vetusta tienda del marco de la plaza, deleitaba a los parroquianos, con el mejor ‘tinto’ (café), de todo el poblado. Ahí llegaban los madrugadores: choferes de carros de escalera y sus ayudantes, campesinos que bajaban de las veredas, trabajadores que se aprestaban a viajar a Medellín, los que esperaban que se abriera la botica, los que arreaban ganado a pastar a las mangas cercanas, el gamonal, que se disponía a hacer sus negocios y hasta los tahúres de cartas y billar, en espera que el club les diera cabida.



Iglesia Nuestra Señora de la Asunción Copacabana

La placidez se fortalecía en la amistad entre familias. A la casa, llegaban desde otros hogares, el plato especial que la vecina, había hecho con amor o espumosa mazamorra cascada en la piedra o la más ortodoxa en el pilón. Acompañaba la paz, el policía, que era un amigo irrestricto de la comunidad, que se limitaba a llevar borrachos a la guandoca los domingos, en que a los comarcanos se les iba la mano en libaciones. Por la plaza en las horas de la tarde, solo pasaba el aire fresco que le daba vida a las cortinas de croché o sacudía tenuemente, la mantilla negra de venerable anciana que se disponía a entrar en el templo, acompañada de la camándula.  


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