MÚSICA COLOMBIANA

ASÍ ESTAREMOS HOY.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

A LA DIFERENCIA


Naturaleza casera

Eran de ensueño la temporada de diciembre. Los astros pareciesen se alineaban al compás de la alegría, bellos, refrescantes los amaneceres; románticos y ensoñadores el caer de la tarde. El espectáculo, se convertía en marco diáfano que encerraba a plenitud el sosiego de los espíritus. La costumbre ancestral de noche buena, reunía toda la familia alrededor de la paila de cobre para revolver con el mecedor, hasta darle el punto, al manjar llamado natilla, que acompañada de los buñuelos, se convierte en el plato tradicional de los hogares. No se quedaba ahí, empezaba una peregrinación de casa en casa; los hijos menores se convertían en mensajeros de amistad, llevando a los vecinos el dulce sabor de la cordialidad.
Por aquella época hacía su aparición la tía solterona a pasar las vacaciones, entre refunfuños de su carácter altivo, se tomaba por su cuenta la cocina. Con sus manos blancas, hacía que fueran brotando manjares azucarados de diferentes frutas y hasta de las cáscaras, como aquellas del limón, se convertían en apetitoso plato que el paladar degustaba acompañado de sorbos de leche, haciendo olvidar el perfil arrogante de la familiar, que a las claras denotaba el orgullo por la baquía en aquellos menesteres. No hay feo sin gracia y bonito sin tacha, reza el refrán.

Naturaleza hogareña

La mesa del comedor, se convertía en una exhibición de exquisiteces de almibares de ancestrales costumbres, en que platos de natilla sobresalían por su contextura, blancura unos, otros más oscuros; los que venían con un toque de canela y los que llevaban coco molido cada uno acompañado por buñuelos de diferentes circunferencias, llegados de las casas vecinas, en una demostración de amistad y espíritu navideño, con aquella expresión del niño: “Doña Nina, que ay le manda mi mamá esa bobadita.” De aquella bella costumbre hoy, no queda nada. 


miércoles, 9 de diciembre de 2015

EL AMOR POR LOS ANIMALES


Antiguo tranvía de Medellín

Eran esas épocas doradas cuando la vida se tomaba como un juego. Indiscutible que el torrente sanguíneo emanado de los ancestros campesinos, no tuviera que ver con el amor desbordante por los animales. Cualquier especie que pasara ante los ojos, agitaba el corazón, queriendo adoptarlo para que hiciera parte de la vida. Andaba con la maleta al hombro llena de libros, despreocupado, el cabello erizado, lleno de ilusiones y el cerebro embotado de fantasías. Siendo aún muy pequeño, golpeaba la tranquilidad del padre, rogándole para que le regalara un perro que fuera su compañero en las travesuras y corretear como locos por los espacios baldíos dejados por la pasividad del tiempo.
El primero llegó en el bolsillo del saco del padre, en verdad que era hermoso. Duró poco. Se volvió agresivo, sólo la madre podía darle la comida; optaron por dárselo al señor que nos traía los bultos del carbón, quien a la próxima entrega contó que el animalito era sordo y así uno tras otro fueron llegando de distintos pelajes, tamaños y razas a ser compañeros en el devenir mostrando, que la fidelidad es fuente inagotable en cada uno de sus actos, sufren y son felices a nuestro lado, nada más les importa. Mirto, un perro con algo de pastor, estaba posesionado del ambiente familiar, se veía a las claras el orgullo de su pelaje; pepe el gato, roncaba mirándolo de soslayo. 

El actual tranvía de Medellín

Llegó el día en que uno de mis amiguitos de escuela, campesino él, regaló un par de conejos y de curíes, estos, un día ya no estaban, hicieron un túnel que los llevó a la libertad mientras los cobayos se reproducían alegremente. De una quebrada cercana un pequeño pez fue extraído y haciendo en el patio trasero un hoyo cubierto con agua, se convirtió en la morada del nuevo amigo ante la mirada incrédula del padre, extrañeza del perro y la codicia del gato.     

miércoles, 2 de diciembre de 2015

HUBO UN TIEMPO


Luces de diciembre

Corría el meridiano del siglo pasado, el acontecer exhalaba otro ambiente. Los hogares, seguían los ritmos de una batuta que ejecutaba los movimientos, con el saber del corazón y la responsabilidad. Existían escuelas y colegios en que se enseñaba primero la honradez, que a contar el dinero, el respeto antes del poder. Las aves trinaban sin asfixia, el verde de los campos era el color natural, la nieve era perpetua, el agua corría a raudales; los niños jugaban ingenuamente por la cornisa de la imaginación. Las reuniones familiares, eran un festín de aprendizaje en donde los lazos de amistad, se ligaban hasta el pretérito. Para aquel entonces, las fincas enchambranadas eran sagrario de la heredad, reposo del carriel, ruana, machete y dados que rodaban lanzados por las manos callosas del campesino labrador de sueños e ilusiones, hoy, convertidas en lupanares de orgías promiscuas irrespetuosas del abolengo.   

Alegría de diciembre

Por las calles se caminaba con la cabeza en alto, llevando siempre una sonrisa al encuentro del trabajo honesto, sin negar un saludo a quien en la travesía se atravesaba. Simple gesto de urbanidad. Los asilos, eran lugares casi ociosos, pues las familias adoraban a sus ancianos ellos, representaban la hidalguía acumulada en el venerable patriarca, de caminar lento atiborrado de historia, que al narrarlas quedaban marcadas en el alma.
La niñez, correteaba alegremente fuera de temores, sin encontrar al paso libidinoso hambriento que mancillara la castidad de los sueños y borrara por siempre, la expresión de alegría en la faz angelical. Era satisfactorio, llegar al hogar perenne en que irradiaba el amor encasillado sobre el ejemplo y ser recibido en los instantes de angustia, por unos brazos de comprensión, prestos irrestrictamente a brindar ayuda. Hermosa y despampanante la lozanía de la mujer, maquillada por el poder de la naturaleza e irreprochable el donaire con que matizaba la pulcritud de su dignidad.